La puta de los libros
(Pues hacemos lo que sea por los libros, no tienes ni idea)
Romy Schneider and Alain Delon at Cannes in 1959.
Un cuerpo en la terraza acristalada, sudor como una sauna. Falda estampada morada y verde; era cara, para salir por ahí, con un amigo o un amante. Sería una idea magnífica pasear la falda y las sandalias, y estas piernas tan blancas y ver al amante, marcar su número de teléfono, el aliento en la pantalla, el ruido que hace la saliva cuando duda. Si miraras al frente, si no dudaras, si no vieras el destrozo, la piel, la salud y la salud mental (...) A pesar de todo no estaría mal dejarse ver por este tarado. Me duelen las piernas. Ovarios hinchados, tetas hinchadas. Déjame beber café en paz, déjame sangrar aquí sentada al sol, con la cara enrojecida, el pelo mojado enmarcando las sienes, como un girasol absorbiendo esta luz roja tras los párpados, saboreando los libros que me traje, la caseta del tarado, el libro que me ha regalado, el farsante, empujando la cosa fláccida mientras recitaba un fragmento de “La conjura de los necios”. La puta de los libros, lo que sea si me regalas un libro. Lo quiero, ¿me lo das? Sólo si… eso sí, le cogí cuatro, uno era Freud, con ansia, y ahora tranquila en mi terraza detrás de los cristales, abrasada, me da miedo leerlo. Y me echo a llorar si me veo retratada en cada página – esto debe de tener un nombre en psicología – en general es neurosis—o no. Y debería beber agua. Sin café. Y lloro cada vez que veo su retrato, su barba, y le envidio y me asquea su cigarro, y le envidio, y esos ojos que lo ven todo, ojazos que son mis propios ojos, los que dicen NO NO NO cuando la camarera me pregunta si quiero tomar algo más.
“Te regalo un libro, coge el que quieras”. Era tan tacaño. Podría regalarme media librería, si yo quisiera. O nada de nada, ni pagarme el café con el croissant de chocolate. Hizo como que buscaba la cartera, se fue a mirar los bocadillos, y no regresó más que para ver cómo yo pagaba todo, su empanada de atún y el vermut. Se llevó la última aceituna a la boca.
En el último minuto me hice con una novela de Marguerite Duras, ensayos, porque me había gustado una frase “poco a poco la chica se va integrando en la vida de la ciudad”. Con estas palabras podría volver al paraíso perdido, al verano de la adolescencia, con novelas de 400 páginas tumbada en la hierba, al sol, en los campos de Castilla, esperar a don Quijote, que siempre vendrá a recogerme, pues yo con seguridad caería, y saldría ilesa. Las tormentas de verano, la biblioteca, la piscina azul, el cielo azul, los ojos desbordantes de azul, euforia y soledad, hormonas, las piernas temblorosas, el crecimiento.
“¿No ves nada más que te guste?”, El ángel azul de Friedrich Mann, pues mi abuela era la hermana gemela de la Dietrich. Y “Los que aman, odian”, la metáfora para estos días extraños que he vivido. Y la juventud que he vivido, los caminos torcidos, el azar raro, las huidas, las venidas, y las idas, y este último tarado. Al regresar a casa, después de chupar el sol en mi piel, lamerme las heridas, y hurgar en la misma idea, volví a pintar. Cuidar a una enferma, sacarla adelante, a la puta del rey.