Drusilla
(La mujer del vampiro, de la grabadora y de cómo entrábamos cuadros en el museo para otras exposiciones)
La habitación está a oscuras, hay velas aromáticas que VV se ha molestado en comprar. “Cosas románticas”, “cosas que les gustan a las chicas”. Huele a vainilla, a rosas secas. No me gusta. Abro la ventana, es noviembre y el viento fresco me alivia el dolor de cabeza. “El mejor remedio para el dolor de cabeza es hacer el amor”. Así te saldrá por el cuero cabelludo, te romperá la piel y se irá. O tendrás fiebre.
Adolescencia. Doritos y pastelitos árabes, té de canela. Él fuma. Bebimos vino blanco a la salida, a las 4, en lugar de hacer una comida normal. No se come cuando se está obsesionado con el erotismo (iba a decir sexo, pero es mucho más, no es sólo sexo; es la ropa, los libros, la tontería de las velas aromáticas, la seducción o la manipulación). La mujer de VV, la alemana, sus pretzels. “Komm vorbei!” que si me invita a comer “pretzels”, y nos reímos mis amigas y yo. “Pretzels” debe ser una contraseña. Como “bambolear”. La bambola es la muñeca. La muñeca soy yo. VV pone en marcha la grabadora, quiere que hable, quiere grabar mi voz. Mi risa, mi respiración. Yo debería grabar su voz, que es lo que echo de menos, aquí cocinando bizcochos de manzana, pretzels, vestida con la ropa de mi madre porque ella tiró la mía, la que traje de Londres, la de Candem Town, y la de East End, la de todas partes de Londres, y que olía a maleta y a perfume caro y a Londres, a la humedad del río.
Debería tener su voz entera para mí, alguien a quien escuchar en la oscuridad, en el exilio, en este mundo estúpido. Tengo 27 años. VV tiene 40. Su voz es la voz de ese actor en esa película. Su voz es lo que llevo buscando toda mi vida.
La mujer, Drusilla, no come mis pretzels. Fuma y toma vermut, lleva viviendo en Málaga más de una década. No hace nada. Escribe. No lo sé. Tiene dinero y pasa su tiempo en casa de amigos, los artistas, los músicos, pero ella no tiene ni idea de música.
Hoy, con el asunto de las velas, una escena absurda, no me encuentro bien. No se me va de la cabeza el tiro en el costado de mi novio. Por este motivo acudo a VV para ser salvada.
Llegué pronto, tuve que identificarme en la entrada, pues llevaba un lienzo enrollado bajo el brazo, mi cuadro. En seguridad pensaban que venia a realizar una performance, un cambiazo o un acto terrorista ecológico, lo que fuera. Nadie entra en el museo con sus propias obras. No podría tratarse de una sustracción, estaba entrándolo por la puerta, recién caída del cielo, del metro en realidad. Un cuadro para una exposición en otra parte. Me ahorraba tiempo dejarlo en estas taquillas, luego salir a las 3, volver al metro y a la cita con VV, en la casa grande de Drusilla, en Madrid. Una weekly planner en el bolso, una agenda encubierta no tenía. O sí la tenía. No engañaba a nadie. Ni a Drusilla.
¡Prokofiev en la cabeza todo el día! Para envalentonarme, cantando por la calle. Drusilla de ojos diminutos, negros y afilados, el pelo negro ala de cuervo, la piel bronceada, su olor cuando te da dos besos, a la española, el acento en “Encantada”, un placer es “Nett dich kennezulernen”. Pero no digo nada, enmudezco con esta mujer, absorta en el movimiento de sus manos en mis hombros, el aliento de vino blanco y el perfume… Ich falle auf, als die einzige die ein bisschen Deutsch spreche en todo el departamento, por si tienes que decir algo amable a los alemanes, si te toparas con alguno, que jamás se te habría ocurrido lo que estáis haciendo con la bendición de esta señora. Chica estúpida, la mujer te sorbe el seso con su maldito olor y su maldito VV, y su voz perfecta. Hacemos arte. ¡Por Dios!
Tiene cara de bruja, me dicen mis amigas, las chicas von meiner Abteilung, die einzige die Deutsch spreche. Estamos cambiándonos de ropa, ellas, yo vengo uniformada desde mi apartamento. Me da vergüenza sudar tanto, no me da tiempo a dejar ropa aquí, no tengo más blusas en casa, ni aquí, ya dije lo que ocurrió con mi maleta roja de Londres. Junto a los vestuarios, donde he metido el cuadro a empujones, está la cafetería. Nos pintamos los labios y tomamos café. A estas alturas me duelen los ojos, la nariz, y el dolor se fija en el ojo izquierdo, un lugar profundo, como si mi cerebro se inflamara por zonas, tras cada mal pensamiento. Especialmente me duele lo estrecha que es la taquilla, el lienzo maltratado.
Soy la única que chapurrea algo de alemán, hecho absolutamente innecesario. Soy la que llega con las zapatillas deportivas fucsia, la que sale a correr, a la que le duelen los huesos si anda despacio. La que sale corriendo de todas partes. Llego a casa antes que el autobús. Nina, mi compañera, compra una barra de pan a última hora de la tarde en los chinos, algún plato precocinado, cuando baja del autobús. Me saluda cuando llegamos al mismo punto, yo sin aliento. Entramos. Yo me llevo café para escribir esta noche. Después de cenar, antes de dormir, o a las 5, si me quedo dormida escuchando música y no ceno, pues escribo. El dinero ahorrado del transporte, de los cigarros no fumados, de la comida que no hago, todo lo meto en el tarro de Nescafé, y me compro pinturas, libros de arte. Por ahora no tengo anemia. Hay rachas de comer sólo proteínas. Y café. Son etapas. No lo necesito, por otra parte, no me apetece. He tenido épocas en que comía spaghetti a todas horas. Al menos hoy no tengo hambre. Dinero para la terapia con Miriam. Y la terapia es psicoanálisis, una sesión de una hora cada dos semanas. La necesito por la parte psicológica y esa inspiración que me ofrece Freud, las historias, los casos, la parte detectivesca. Tal vez esté tirando el dinero… Lo único que sé es que hay que escribirlo todo, Miriam. Pues hija mía, no todo el mundo tiene la capacidad de inspirar algo.
(Continuará…)